Intimidad prohibida
REINOS DE HUMO
Leo atento, como todo el mundo, cualquier texto que anuncie algo sobre la vida cotidiana en lo que llaman ‘la próxima normalidad’, esa especie de Encuentros en la tercera fase II. Cómo serán las mamparas de los bares, qué tipo de mascarillas simpáticas están inventando todos los diseñadores y qué se les ocurrirá a los que tengan un bistró en París si hay que dejar tres metros entre las mesas o si solo podrán salir a comer las familias de playmobil.
Miro por la ventana ante la apabullante primavera que ha tomado las calles con su rozagante verde y me doy cuenta de todo el tiempo que llevamos aletargados en la cueva, casi tanto como los osos de Somiedo, y caigo en que para el resto de especies es un tiempo precioso de mayo florido, que somos solo los humanos los que andamos como si nos hubieran dado vuelta a las casas y viviéramos pisando con cuidado la escayola del techo.
La gente delira. Se imagina –nos imaginamos– cualquier cosa, hasta lo imposible. Para eso tenemos tiempo y el Congreso de los Diputados. Lo único para lo que no hay mente humana capaz siquiera de ensoñar es un país sin bares. La mía tampoco, claro. De todo lo imposible, lo más imposible es eso, se podría decir. Pero como lo veo imposible no me preocupa, igual que si dijeran que no hay aire en la calle para respirar.
A mí lo que me desasosiega es pensar en lo que acabaremos gritando estando tan lejos si ya gritábamos más que todos en el mundo. La intimidad prohibida, como en las dictaduras, el fin de las conversaciones quedas, que son siempre las importantes, el qué dirán, el miedo a tocarse y no tener pistas de quién es alguien por el perfume que usa.
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