Cocina y cerebro
Reinos de humo
Probablemente no haya disciplina humana contemporánea en la que los sentidos en su totalidad tengan más presencia que en la cocina. Ninguna de las bellas artes tradicionales, ni las ciencias de nueva creación, son capaces de relacionar a un tiempo la información que recibe nuestro cerebro a través del gusto, del olfato, del oído, de la vista y del tacto. Hay que remontarse a lo más primitivo de nosotros mismos, y a la vida salvaje en los escasos rincones vírgenes que quedan en el planeta, para encontrar una actividad humana que incluya una presencia tan determinante de los olores, los gustos y los tactos. Cuando nos sentamos ante un plato de comida, nuestro cerebro se somete a una de las experiencias de proceso neuronal más complejas. Llegan estímulos desde la lengua, la boca y la nariz, y hasta de los ojos y de los oídos. Una simple gamba a la gabardina que cruje posee información de naturaleza diversa y compleja, desde el crujiente al sabor, pasando por la textura y los olores. Por si fuera poco, toda esa información organoléptica se descodifica en nuestro cerebro e interacciona en tiempo real con otra cantidad ingente de datos que parten de nuestras apetencias personales y de nuestro entorno familiar o cultural. El sabor del caparazón de una tarántula es diferente para un indígena venezolano que para un europeo. Expresar en bytes la reacción ante la ingesta de un pedazo de pescado crudo demanda el estudio de una enorme cantidad de variables, lo cual convierte una disciplina aparentemente básica como es comer en una de las más sofisticadas. A los neurólogos les encanta la cocina por cuanto pone al descubierto la capacidad del hombre de manejar informaciones y estímulos muy diversos a la vez que demuestra el escaso conocimiento que todavía tenemos sobre el funcionamiento de nuestro cerebro de sapiens.
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