La sombra de Jacques Demy
Mi hermosa lavandería
Llueve en Nantes y, aunque ayer hizo sol, la lluvia parece el estado natural de la ciudad. En una pared está escrito: «¿Qué puede el cine? Nada. ¿Qué quiere? Todo». El aristocrático pasaje Pommeraye se abre como una rareza en medio de las calles peatonales del centro. En 1945, Jacques Demy compró allí su primera cámara, en una hoy desaparecida tienda de fotografía, pero una placa lo recuerda para los viajeros que buscan en vano la tienda. Demy amaba la ciudad en la que nació y ella le devuelve en cada esquina el amor que sintió por ella. En las librerías, en los bares, en las plazas, hay recuerdos del director, incluso en el garaje donde trabajaba su padre. Las fotografías de sus rodajes se encuentran por doquier, hay una ruta turística que lleva por los lugares que ya recorrió Agnès Varda en Jacquot de Nantes, y a veces en los bares suena, entre dos éxitos de rap francés, la música inolvidable de Los paraguas de Cherburgo, que es probablemente una de las canciones más tristes de la historia.
Durante su infancia, los americanos bombardearon la ciudad repetidamente como táctica militar y Demy lo recordaba con dolor y afirmaba que el ruido de las bombas le había quitado las ganas para siempre de hacer una película bélica. A apenas cincuenta pasos del pasaje, está la brasserie La Cigale, donde el director rodó su primera película, Lola, en 1960, con Anouk Aimée. El lugar está perfectamente conservado, como si no hubiera pasado el tiempo, aunque en los lugares por los que Anouk Aimée paseaba lánguidamente en corsé y medias negras, hoy se puede comer ostras y pescado fresquísimo y una sublime tarta tatin. Las películas de Jacques Demy son poemas sobre el amor y la crueldad y los malentendidos y el deseo y la frustración y la pasión y la tristeza y el olvido. Con una máscara de ligereza que no disimula su profunda melancolía. Pienso en ellas, pisando los adoquines húmedos de estas calles que lo vieron crecer. Pienso en Catherine Deneuve y su impermeable blanco, y en Françoise Dorléac y su pamela naranja, y en Gene Kelly, y en las melodías de Michele Legrand, que no se pueden olvidar, aunque quieras. En Una habitación en la ciudad, su película más incomprendida. En Jeanne Moreau de rubia espectacular en La bahía de los ángeles. Otra vez en Catherine Deneuve, en Piel de asno, una película que vi en mi infancia y me dejó fascinada y con mil preguntas en mi cabeza. Tengo muy presente su lucha para hacer las películas que quería hacer en la manera que quería hacerlas. Su lucha por hacer un cine que lo representara, aunque fuera en los márgenes de la industria que sólo lo aceptaba cuando tenía éxito comercial (que lo tuvo) y que le hacía la vida muy difícil cuando el público no respondía.
Mas tarde, de vuelta al hotel, me encuentro con un regalo inesperado: la colección completa de deuvedés de las películas de Demy. Cuando vuelva a casa, volveré a verlas, porque un cineasta nunca muere mientras alguien en un lugar del mundo, más pronto o más tarde, se emocione con sus películas.
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